viernes, 7 de diciembre de 2018


El mandamiento de Dios


Han transcurrido 60 años y nos hemos convertido en la expectación del mundo científico y el asombro de la humanidad. Sentadas detrás del ventanal que nos refugia de un intemporal invierno crudo y desapacible, nos sonreímos, sabiendo que, superado el tiempo de fogosidad in crecente, ahora disfrutamos con la fragancia de una flor, el manto de nieve sobre la floresta o la visión de un cervatillo en busca de alimento cercano al albergue donde habitamos.
 Nuestros padres nos enseñaron que, con la fe, se pueden superar todos los conflictos de la humanidad y que la esperanza nos lleva en volandas hacia caminos de paz y sosiego.
Deseamos significar este mensaje y transmitirlo a todo aquél que se interese por nuestra historia:

Un solo corazón latiendo por las dos y mil intenciones distintas en cada cerebro. Deseos de reír o llorar en el mismo instante o quedarnos dormidas sobre el rostro adosado, mientras soñábamos con ser mujeres.
Una competencia tantas veces desleal y que, otras tantas, se convertía en conjunción verbal inseparable, debiendo postergar las apetencias individuales en una cadencia de sensaciones por asimilar e intentar comprender el porqué de ese escalofrío que recorre la columna compartida.  
Hubo un tiempo en que nos odiábamos. La dependencia a la que estábamos sometidas nos situaba en una cárcel mucho más cruel que ninguna de las conocidas. Queríamos gozar de una intimidad soñada y pergeñada por las promesas de científicos y especialistas que nunca se consolidaron. Darle un pellizco a la vida que nos concediera ponernos un vestido en la confianza de nuestras alcobas, sin tener que compartir la ropa interior que cubría los pudores.
Desde muy jóvenes coqueteábamos con la ilusión de entregarnos al amor de un hombre y percibirnos queridas y respetadas como cualquier otra mujer, aunque éramos conscientes de no tener ningún derecho a enamorarnos. Salir a la calle para cubrir una jornada laboral y obtener la recompensa de la procreación, en lugar de parapetarnos detrás de una fingida introversión que en absoluto nos pertenecía, rechazando de esa manera cualquier atisbo de oferta que nuestras alocadas mentes creyeran percibir.
Fue el calor del hogar, la sabiduría utilizada por nuestros padres, lo que consiguió elevarnos por encima de nuestra desgracia y hacernos positivas ante el desánimo. Sobre todo, para mí, ya que los conatos de rebeldía y frustración que padecía me llevaban a pensamientos en los que no me importaba en absoluto desinstalar a mi hermana, aunque con ello abortase su vida, sin darme cuenta de que la mía pendía del mismo hilo que la suya.
Me sabía el parásito. Había invadido el espacio de Arribal, robándole la mitad de las funciones de todos los órganos de su cuerpo, en una simbiosis perfecta que nos permitía la existencia, pero que embargaba la libertad anhelada. Una simbiosis que me hizo comprender, por fin, que la conjunción obligada lo era desde el primer segundo de nuestra existencia hasta el último. Habíamos compartido la incubadora que nos asomó a la luz y también lo haríamos en el ataúd con el que nos enterrasen. Moriríamos al mismo tiempo y nuestra única esperanza sería hacerlo abrazadas. Pero la vida había que amarla o sufrirla, según se mirase, según saliese el sol por la mañana o nos envolviese la niebla invernal.
Arribal era la anfitriona y yo, el incómodo huésped que se había instalado desordenadamente en un lugar que no me correspondía, ocupando espacios vitales para la supervivencia, a los que amarré mi alma en edad prenatal con la desesperación del que nada tiene, del que nada posee. Mis deseos por sobrevivir eran muy grandes y así lo demostré en el transcurso de nuestra común existencia en tantas ocasiones como se presentaron.
Mi hermana era el cuerpo, pero yo era la protesta, la fuerza de voluntad, la rabia contenida. La desesperación por intentar coexistir en unas condiciones que no dispensaban libertad, ni la culminación de ninguno de los sueños que, como mujeres, creíamos merecer.  
Acostumbrábamos a pasear por la calle principal de la población donde nuestros padres se habían refugiado junto a nosotras porque, aunque las gentes, las amistades y la familia, en un principio se solidarizaron con nuestra desgracia, posteriormente comenzaron los rumores, las conversaciones a nuestro paso e incluso las risas y los insultos cuando con nueve años pretendíamos asistir al colegio como unas niñas normales. La decisión paterna fue determinante para la continuidad de la familia, haciendo que nuestros dos hermanos mayores se quedaran en la ciudad al cuido y protección de los abuelos, para así poder culminar sus estudios y la preparación necesaria que les otorgase una vida digna. Algo, que nosotras nunca alcanzaríamos.
El contacto con nuestros hermanos siempre resultó intenso y cariñoso. Jamás nos sentimos abandonadas y la participación en sus familias fue continuada, acompañadas y protegidas en todo momento por sus esposas y nuestros sobrinos.
Era un calor de hogar liberal, algo insólito por las expectativas de la vida actual, heredado, sin duda, de la actitud de una familia que intentaba buscar la felicidad, hallando la compensación a su desgracia al elevarse sobre el universo y comprobar que el horizonte de dios es infinito y su voz nunca se apaga.
Cuántas veces creímos ser el error inmaduro de una opaca creación o la burla indefensa de un denostado credo, sin pensar que la felicidad no habita en el cuerpo, sino en la mente de los amigos, la familia y en la silente emoción de un corazón que supo repartir sus latidos entre dos almas plenas de vida, en busca de libertad y preñadas de ser las mujeres en que se convirtieron.    

No nos quitamos de la cabeza, ni tampoco queremos hacerlo, las palabras de nuestro padre:

“Dios te quita y Dios te da, sólo tienes que aprender a comprenderlo”


Tengo un sueño, una fantasía
para ayudarme atravesar la realidad.
Creo en los ángeles,
algo bueno en todo lo que veo.
Tengo un sueño, cruzaré el arroyo
cuando sepa que el tiempo ha llegado para mí…



No he colocado ninguna fotografía de las siamesas inglesas Abby y Brittany porque me siento superado por la tragedia. Si alguien desea ver el vídeo, puede hacerlo en YouTube, en este link…


Dórigo Alegezzo


Fecha de registro: 21-ene-2016 10:03 UTC

El callejón del infierno


Sumidero de recuerdos, perversa es el alma del desconsuelo. Fue el detritus de la esperanza, el demonio engastado en maternidad irracional sin añoranza digna de mención.

Crecer en desacuerdo y medrar sin enseñanza, solo bajo el capricho de una mente absurda e incoherente. No puede haber alegrías donde habita la maldad, ni solaz sabiduría que anime tu caminar. Una calle oscura, sin breve luz que alumbre tu guarida fetal.
Tu calle, un lugar de des enseñanza y mamoneo de afectos, desde el que construyes la existencia, intentando convertirte en el espíritu elevado que te ensalce a la gloria terrenal, aunque la mente se retuerza en desastres ancestrales de íncubos perniciosos, que sólo permiten la fantasía erótica.
El aro, la bicicleta o el Hula Hoop ajustado a una cintura inexperta y asustadiza, que se cimbrea al ritmo de una sinfonía satánica pero divertida. El roce de una mano sobre la cadera ansiada y el perfume que te invade cuando el hálito sexual embadurna los tejados, cubriendo de deseos tu cerebro mal habituado. Un beso furtivo que provoca el llanto y la noche inacabable soñando con el ayer, sin saber, que lo que tienes que vivir en adelante, es el mañana.
Un rincón de mi mente amamanta incertidumbre, el resto, capaz es de preservar lo imposible, lo aventurado, lo insólito, por ser el único superviviente de una catástrofe anunciada.
El alma vigoriza espectros del pasado, aturde con su almizcle el triste corazón, maldito éste chiflado que adorna por ausencia, espíritu libado de ciencia y de dolor. El corazón, palpitante aún, repiquetea duramente sobre las sienes ignorantes y vitupera el carril de la sabiduría, transformando la claridad por confusión, la propiedad por apariencia y el amor por acomodación ¡Maldito, éste chiflado…!
Las hoscas esquinas del viejo callejón emergen, entorpeciendo la velocidad creativa y apostando por la tela de araña que enmaraña, aturde y dispersa la razón. El sueño de un niño marcado de espanto, sufriendo en la saya de cruel camisón, mendigo perpetuo de risa y de llanto, borracho implacable de güisqui con ron.
¿Sueño…? ¿Y si todo fuese un sueño? ¿Y si al despertar nos encontrásemos en otra calle? Más luminosa, más positiva, sin demonios que eludir ni amigos ciegos que nos rompan el alma. Nos despertaríamos con mejor humor, pero nada más, que ya es bastante, pero no suficiente. El resto, lo tendríamos que añadir quizá, con baja experiencia y menor amargura.
Ahora sé, que vengo de una calle trazada con sangre, de letras escritas en barras de hielo, con putas de esquina hambrientas de carne y un sabor amargo que suscita el miedo…
Ahora sé, que camino hacia el sol, asido a una mano que me da calor, inmerso en la risa que anida en los dos, en busca de un viento…, un viento de amor…

Ahora, lo sé… 



FIN






viernes, 30 de noviembre de 2018

El viejo y la flor


El viejo y la flor


Camina lentamente, con paso tardío y tembloroso. Se apoya en su bastón, compañero inseparable desde hace años. No suele salir a la calle salvo en contadas ocasiones, pero los domingos no deja de hacerlo porque espera visita. Y aunque no lo parezca, camina más rápido que ningún otro día, ya que se ilusiona como un niño chico por la llegada del autobús. Piensa que cuando lleguen y en el regreso hacia su casa, pararán en el horno del pueblo, y si hay suerte, podrá comprar un kilo de pasteles para agradarlos.
Sonríe al recordar el día que se enamoró de ella. Estaba sentada en medio de un campo de amapolas y su melena colgaba sobre los hombros hasta  casi la cintura. Cuando escuchó sus pasos volvió la cabeza, sin asombro en la cara y con una sonrisa que le partió el corazón.
Orquídea se llamaba y era la mujer más hermosa que nunca hubiera conocido. Los ojos negros y su piel morena. Sus piernas largas y la tierna voz.
— Ya no quiero otra flor que no sea la tuya —le decía emocionado.
— Eres mi flor preferida, la única que mis ojos ven y la que mis sentidos desean —le contaba turbado.
Hizo una pausa en su caminar y en sus recuerdos.
— “Tengo que arreglar las ruedas de los patines y cambiar el filtro del café —se quejaba, incómodo por tener esos pensamientos que le alejaban de su ensoñación”
Después llegaron los hijos, dos hembras y dos varones, hermosos y sanos como su madre, guapos y exigentes como ella, como la flor que alumbraba su vida, como la hermosa mujer que cedió el rubor a su destino.
Había llegado a la parada del autobús y se sentó en el banco que se cobijaba bajo su techado. Puso el bastón entre las piernas y apoyó sus manos en la empuñadura, mirando desafiante hacia el horizonte donde la carretera desaparecía de su vista. La alegría se reflejaba en su semblante y hasta parecía que la piel de su cara hubiese estirado, dándole un aspecto más juvenil.
— “Que no se me olvide felicitar a El Páncreas por su cumpleaños —pensaba en la espera— y decirle que he visto uno de sus guarros caminando por la carretera ¡Este hombre…!”
Pasaron los años y jamás pensó en llegar a viejo. Tanto trabajo y tanto esfuerzo para alimentar a sus hijos y darles educación y buenas maneras.
Aún conservaba buena vista y sus ojos se alegraron al ver aparecer en el horizonte el autobús de llegada. Impaciente, se puso en pie y su bastón comenzó a golpear el suelo insistentemente en signo de inquietud. Vio como se acercaba y su sonrisa se abrió esplendorosa cuando la puerta de acceso dejó al descubierto su interior. Dio dos pasos vacilantes hacia ella esperando ver la visita deseada, pero como siempre, nadie bajó del autobús.
Su cara reflejó fastidio y tuvo que sacar el arrugado pañuelo de su bolsillo para enjugar una lágrima que hería sus ojos como si de un ácido se tratase. Sonó la nariz y lo retornó a su lugar, exhalando un hondo suspiro que algo le tranquilizó.
— “Otro domingo más… bueno, a lo mejor el próximo…”
Regresó hacia casa con su lento y tembloroso caminar, mirando muy bien donde ponía los pies.
— “Tengo que llamar a Sol y decirle que estoy bien, no se vaya a preocupar…”
Ya no recordaba el día que le abandonaron sus hijos, ni cuando murió aquella flor…



Dórigo Alegezzo
Nota: Todos los derechos de autor, debidamente protegidos en El Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid.



Turbulencias de una vida...
Código: 1402180178637
Fecha 18-feb-2014 13:37 UTC
Licencia: All rights reserved

jueves, 18 de enero de 2018

La imagen puede contener: 1 persona, sonriendo, noche y exterior

Y esto hay que extrapolarlo a la generalidad, a la enorme generalidad que nos aturde y confunde. No nos podemos abandonar a ese rincón amistoso-musical.
Hay que insistir en la educación. Debemos luchar por quitarnos de encima una educación cuyos principios prusianos nos emboban hasta dejarnos en una absoluta idiotez, en una ignorancia total y la enorme confusión de trastocar continuamente la comprensión de las cosas. Libertad contra libertinaje; democracia contra “hacer cada uno lo que le dé la gana”; respeto contra “a ver hasta dónde me dejan llegar”, pisoteando el terreno ajeno hasta que encuentres la horma de tu zapato.
Y así estamos. Individualizados, egoístas, ambiciosos, con el “yo” en la cabeza y la envidia por bandera.
Sabemos que luchar contra corriente es significativo de perder. Por eso tenemos que acudir al nacimiento del río, para purificarle desde su inicio. Para que la educación mane desde el manantial y el respeto se asiente en sus ensenadas.
Hasta entonces no llegará el diálogo.[dag1] 


 [dag1]Puesto en Face el 18.9.2017







 [dag1]Puesto en Face el 18.9.2017



La cultura, al igual que la sabiduría, es infinita.
La frase “Un pueblo ignorante siempre elegirá un gobierno corrupto” es una alegoría referente a la diferencia existente entre la ingenua voluntad de un pueblo y la manipulación de la política. No se refiere a que el pueblo sea ignorante porque ignorantes somos todos, absolutamente todos. Por mucha cultura, sabiduría e inteligencia que mantengamos, moriremos en la mayor ignorancia ya que nunca llegaremos a su claridad final. Detrás de cada respuesta obtenida, existen otras mil interrogantes de la continuación.
Ocurre que “las ciencias adelantan que es una barbaridad”, y todos nos hemos vuelto muy suspicaces con la expresión de otros, que intentan explicar algo que les conmueve y trastorna. Pero “no hay palabra mal dicha sino mal interpretada”, y aquí sí que tenemos que ser cuidadosos, respetuosos y expertos analistas de lo escuchado, no de lo oído, porque oír, oyen los animales, escuchar es un deber y un derecho del ser humano.
No debemos caer en la trampa manipuladora de la política, donde se promociona la individualidad con absurdos ejemplos diarios en los establecimientos públicos donde se ubican. No debemos imitar su “bronca diaria” ni sus malos modos y gestos, tenemos que pasar por encima de comportamientos abruptos y unirnos en el diálogo de la unión, el respeto y la esperanza.

Debemos ser más “inteligentes” y mucho más “cultos” que ellos.
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Toda canción recordada tiene su motivación porque si no, se convierte en el gusto muy particular de cada uno.
Esta hermosa canción, tiene su magia en una historia real que más parece un cuento:
Caminaba por el lindero del bosque que conformaba el final de la playa. La noche, calurosa y apresurada, silenciosa y enigmática, concedía la libertad de la sombra que todo lo tapa. Escuché un susurro, un desgarro y un llanto ahogado que se estrelló contra mis tímpanos.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté.
—¿Eres tú, marinero? —indagó una voz de mujer.
—No soy marinero, pero sé escuchar —respondí.
—¿Puedes escuchar la voz del amor? ¿de la angustia? ¿de la espera desesperada porque sabes que no regresará?
—Puedo comprender las cosas si conozco su misterio —dije bajando la voz.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a continuación.
—Scarlett, pero no te acerques. Tengo miedo —respondió al tiempo que dejaba ver su silueta saliendo detrás de un árbol.
—Hola, Scarlett, quédate tranquila porque no me acercaré, pero me gustaría escuchar la historia que te hace llorar.
—Se llamaba Emanuel. Nos conocimos en el tablao flamenco donde ejercito mi profesión ya que soy bailarina. Nos enamoramos desde el primer instante y vivimos unos momentos maravillosos durante los seis meses que tardó en desaparecer. Era teniente de fragata de la marina alemana y la semana pasada, en unos ejercicios de guerra, su barco se hundió junto a toda su tripulación.
Es duro escuchar historias que transcienden las posibilidades del ser humano. Te encuentras indefenso ante la injusticia cometida. Esa noche terminamos sentados en la playa, bebiendo una cerveza y contándonos nuestras aventuras pasadas. Ahí me enteré de que era la canción preferida por ambos, la que les contagió de amor, la canción que nunca podrá olvidar por muchos años que pasen. También me contagió a mí, por eso la expongo