El mandamiento de Dios
Han
transcurrido 60 años y nos hemos convertido en la expectación del mundo
científico y el asombro de la humanidad. Sentadas detrás del ventanal que nos
refugia de un intemporal invierno crudo y desapacible, nos sonreímos, sabiendo
que, superado el tiempo de fogosidad in
crecente, ahora disfrutamos con la fragancia de una flor, el manto de nieve
sobre la floresta o la visión de un cervatillo en busca de alimento cercano al
albergue donde habitamos.
Nuestros padres nos enseñaron que, con la fe,
se pueden superar todos los conflictos de la humanidad y que la esperanza nos
lleva en volandas hacia caminos de paz y sosiego.
Deseamos
significar este mensaje y transmitirlo a todo aquél que se interese por nuestra
historia:
Un
solo corazón latiendo por las dos y mil intenciones distintas en cada cerebro.
Deseos de reír o llorar en el mismo instante o quedarnos dormidas sobre el
rostro adosado, mientras soñábamos con ser mujeres.
Una
competencia tantas veces desleal y que, otras tantas, se convertía en
conjunción verbal inseparable, debiendo postergar las apetencias individuales
en una cadencia de sensaciones por asimilar e intentar comprender el porqué de
ese escalofrío que recorre la columna compartida.
Hubo
un tiempo en que nos odiábamos. La dependencia a la que estábamos sometidas nos
situaba en una cárcel mucho más cruel que ninguna de las conocidas. Queríamos
gozar de una intimidad soñada y pergeñada por las promesas de científicos y
especialistas que nunca se consolidaron. Darle un pellizco a la vida que nos
concediera ponernos un vestido en la confianza de nuestras alcobas, sin tener
que compartir la ropa interior que cubría los pudores.
Desde
muy jóvenes coqueteábamos con la ilusión de entregarnos al amor de un hombre y
percibirnos queridas y respetadas como cualquier otra mujer, aunque éramos
conscientes de no tener ningún derecho a enamorarnos. Salir a la calle para
cubrir una jornada laboral y obtener la recompensa de la procreación, en lugar
de parapetarnos detrás de una fingida introversión que en absoluto nos
pertenecía, rechazando de esa manera cualquier atisbo de oferta que nuestras
alocadas mentes creyeran percibir.
Fue
el calor del hogar, la sabiduría utilizada por nuestros padres, lo que
consiguió elevarnos por encima de nuestra desgracia y hacernos positivas ante
el desánimo. Sobre todo, para mí, ya que los conatos de rebeldía y frustración
que padecía me llevaban a pensamientos en los que no me importaba en absoluto
desinstalar a mi hermana, aunque con ello abortase su vida, sin darme cuenta de
que la mía pendía del mismo hilo que la suya.
Me
sabía el parásito. Había invadido el espacio de Arribal, robándole la mitad de
las funciones de todos los órganos de su cuerpo, en una simbiosis perfecta que
nos permitía la existencia, pero que embargaba la libertad anhelada. Una
simbiosis que me hizo comprender, por fin, que la conjunción obligada lo era
desde el primer segundo de nuestra existencia hasta el último. Habíamos
compartido la incubadora que nos asomó a la luz y también lo haríamos en el
ataúd con el que nos enterrasen. Moriríamos al mismo tiempo y nuestra única
esperanza sería hacerlo abrazadas. Pero la vida había que amarla o sufrirla,
según se mirase, según saliese el sol por la mañana o nos envolviese la niebla
invernal.
Arribal
era la anfitriona y yo, el incómodo huésped que se había instalado
desordenadamente en un lugar que no me correspondía, ocupando espacios vitales
para la supervivencia, a los que amarré mi alma en edad prenatal con la
desesperación del que nada tiene, del que nada posee. Mis deseos por sobrevivir
eran muy grandes y así lo demostré en el transcurso de nuestra común existencia
en tantas ocasiones como se presentaron.
Mi
hermana era el cuerpo, pero yo era la protesta, la fuerza de voluntad, la rabia
contenida. La desesperación por intentar coexistir en unas condiciones que no
dispensaban libertad, ni la culminación de ninguno de los sueños que, como
mujeres, creíamos merecer.
Acostumbrábamos
a pasear por la calle principal de la población donde nuestros padres se habían
refugiado junto a nosotras porque, aunque las gentes, las amistades y la
familia, en un principio se solidarizaron con nuestra desgracia, posteriormente
comenzaron los rumores, las conversaciones a nuestro paso e incluso las risas y
los insultos cuando con nueve años pretendíamos asistir al colegio como unas
niñas normales. La decisión paterna fue determinante para la continuidad de la
familia, haciendo que nuestros dos hermanos mayores se quedaran en la ciudad al
cuido y protección de los abuelos, para así poder culminar sus estudios y la
preparación necesaria que les otorgase una vida digna. Algo, que nosotras nunca
alcanzaríamos.
El
contacto con nuestros hermanos siempre resultó intenso y cariñoso. Jamás nos sentimos
abandonadas y la participación en sus familias fue continuada, acompañadas y
protegidas en todo momento por sus esposas y nuestros sobrinos.
Era
un calor de hogar liberal, algo insólito por las expectativas de la vida
actual, heredado, sin duda, de la actitud de una familia que intentaba buscar
la felicidad, hallando la compensación a su desgracia al elevarse sobre el
universo y comprobar que el horizonte de dios es infinito y su voz nunca se
apaga.
Cuántas
veces creímos ser el error inmaduro de una opaca creación o la burla indefensa
de un denostado credo, sin pensar que la felicidad no habita en el cuerpo, sino
en la mente de los amigos, la familia y en la silente emoción de un corazón que
supo repartir sus latidos entre dos almas plenas de vida, en busca de libertad
y preñadas de ser las mujeres en que se convirtieron.
No
nos quitamos de la cabeza, ni tampoco queremos hacerlo, las palabras de nuestro
padre:
“Dios te quita y Dios te da, sólo
tienes que aprender a comprenderlo”
Tengo un
sueño, una fantasía
para ayudarme atravesar la realidad.
Creo en los ángeles,
algo bueno en todo lo que veo.
para ayudarme atravesar la realidad.
Creo en los ángeles,
algo bueno en todo lo que veo.
Tengo un
sueño, cruzaré el arroyo
cuando sepa que el tiempo ha llegado para mí…
cuando sepa que el tiempo ha llegado para mí…
No he colocado ninguna fotografía de
las siamesas inglesas Abby y Brittany porque me siento superado por la
tragedia. Si alguien desea ver el vídeo, puede hacerlo en YouTube, en este
link…
Dórigo Alegezzo
Fecha de registro: 21-ene-2016 10:03
UTC